miércoles, 9 de noviembre de 2016

10 cuestiones sobre la victoria de Trump: ¿resucitó la clase obrera?


1. El conjunto de analistas y politólogos biempensantes, es decir, el 99% que copan tertulias en TV y radio así como las editoriales de todos los periódicos, suele seguir un método: primero menosprecian al rival, cuando éste avanza dicen que es imposible que gane, y cuando gana la culpa es de los votantes, que son tontos. Ese 99% de analistas y politólogos forma un conjunto heterodoxo entre conservadores, liberales y social-liberales. Nos marcan los límites de lo posible: lo que ocurre fuera de esos límites es siempre algo raro, excéntrico y, por supuesto, indeseable.

2. Todo lo que se mueva fuera de esos límites que marcan los cánones de la llamada democracia representativa, es populismo. El populismo es denigrado porque es entendido como una apelación directa y emocional (“irracional”) a los que sufren. Así, el electorado se conformaría entre los votantes biempensantes, que hacen caso a analistas y politólogos biempensantes, y votan “lo normal”, que puede haber destrozado la vida de millones de personas pero es “lo serio”, mientras el resto pierden el sentido de la responsabilidad cayendo en la “demagogia”. En resumen, lo que se intenta decir es que quienes votan a los representantes del establishment tienen buen juicio político y el resto no. Algo absurdo por lo general, pero insultante en tiempos de desconexión absoluta entre instituciones-partidos y votantes (ciudadanía en general).

3. Es importante incidir en que se han equivocado todos. Han vuelto a hacer el ridículo. No puede ser casualidad que se hayan equivocado, en un breve período de tiempo, con: Podemos, Sanders, Corbyn, Brexit y Trump. ¿Acaso se han vuelto unos inútiles? No, el problema de fondo es que son incapaces de entender aquello que se sale de los parámetros que explicaban un mundo que ya no existe. El problema de los socialdemócratas no es que sean “más de derechas” que sus predecesores, sino que el actual contexto no les deja margen de maniobra para diferenciarse. Del mismo modo, liberales y social-liberales se han quedado sin herramientas para analizar y participar de forma exitosa en el nuevo contexto emergente.

4. La mera existencia de Trump –más allá del resultado electoral– es la prueba flagrante del fracaso del proceso de globalización iniciado en los años 70 de la mano del neoliberalismo, impuesto a sangre y fuego por las dictaduras militares en Latinoamérica, aunque diseñado en Chicago. El proceso de globalización fue acompañado de una coartada sociocultural: el multiculturalismo, en crisis agónica tras la ola de atentados yihadistas pero cuestionado anteriormente por las propias consecuencias de la globalización. Globalización, neoliberalismo y multiculturalismo, tres elementos en crisis (que, por cierto, fueron la salida a una crisis, la de los 70) imprescindibles de entender para analizar los fenómenos Trump, Brexit o Le Pen.

5. Ante estas crisis, los consensos se están rompiendo por los “extremos” (aunque utilizar la geografía centro-extremos no tenga mucho sentido). La gente percibe al “sistema”, en sus distintas acepciones o representaciones, como el problema, aunque muchas veces no lo identifique de manera directa o emplee un lenguaje propio. Resulta lógico que, entonces, la gente busque un “outsider”, alguien que venga de fuera y se enfrente de manera directa a las élites, el establishment, los lobos de Wall Street, la casta o la oligarquía. El populismo no es una ideología, sino una lógica de acción política en la que el antagonismo nosotros-ellos es imprescindible para que funcione. Trump era ese outsider. Resultaba patético ver cómo los analistas y expertos electorales intentaban analizar su propia presencia desde sus parámetros: ¡siempre lleva la chaqueta desabrochada de pie cuando eso es un error imperdonable!

6. Frente a Trump ha estado la peor candidata quizá de la historia. Pocas personas podían representar mejor que Clinton ese establishment corrupto y ese sistema en decadencia que una mayoría de gente sin un arraigo ideológico sólido quería cambiar. Más allá de su historial lleno de manchas, corruptelas y una lista de barbaridades en política internacional, en términos estrictamente político-electorales Clinton era una bicoca para Trump. El equipo demócrata soñaba con una campaña polarizada entre el centro y los extremos, la moderación y la radicalización. Sobrevaloraban la legitimidad del sistema y la paciencia de la gente. Otro escenario distinto se habría dado si Sanders hubiera ganado las primarias ya que él podría haber disputado el “corazón” de la clase obrera, que siempre ha sido la mayoría.

7. El milagro de estas elecciones no ha sido la victoria de Trump, sino la resurrección de la clase obrera. Hace tres días no existía porque fue barrida por el posfordismo (“en este país solíamos construir cosas”) y dio paso al precariado y demás clases emergentes que convertían a la clase obrera en una antigualla minoritaria por supuesto alejada de su antiguo papel central como dirigente de cualquier proceso de transformación. Hoy ha vuelto, eso sí, en forma de paletos blancos racistas. En estos días saldrán estudios sobre los votantes de cada partido: sexo, formación, centro-periferia, urbano-rural, etc. Pero hay una realidad que no se puede esconder: Trump ha ganado gracias al apoyo de las zonas que más han sufrido el proceso de globalización y desindustrialización. Los perdedores.

8. Se ha caricaturizado en exceso el perfil de Trump. Las ocurrencias y tonterías que pueda decir, así como las vergüenzas biográficas, no lo convierten en un “loco” o en el nuevo Hitler. Simplemente Trump es el resultado de los debates y las pugnas de las clases dominantes. Representa a una facción de la burguesía que no comulga con el viejo orden. A partir de ahora todos los expertos analistas que llevan años haciendo el ridículo nos dirán que el proteccionismo o la defensa de la economía nacional es xenofobia. No lo es, simplemente intentarán que no cunda el ejemplo porque si se diera en otro país importante se cargaría por completo el “orden internacional” (la Unión Europea en el caso de Francia). Cuentan con la inestimable ayuda de Trump cada vez que se refiere a latinos, afroamericanos o muros; por cierto, si quiere construir un muro tendrá que ponerlo encima del que construyó Bill Clinton.

9. No vale con lamentarse de que ganen personajes “populistas”, de “extrema derecha” o, en definitiva, indeseables desde nuestra perspectiva ideológica. Lo que vale es entender por qué eso ocurre y no caer en caricaturizaciones absurdas: todavía habrá quienes crean que nos alegramos de esta victoria simplemente por no caer en ellas. Son precisamente ellos los que las hacen posibles. En política no existen vacíos. La clase obrera desheredada, indefensa y sin referentes, será “conquistada” por alternativas de este tipo si la izquierda, a la que le corresponde esa tarea, no lo hace. El problema es que la mayoría de la izquierda se hizo liberal, se integró en el sistema, y a día de hoy ni tiene ni quiere una alternativa al statu quo. Su lucha es por los profesionales liberales, los universitarios, los funcionarios y los urbanitas. (Por cierto, en España ¿dónde están realmente los que faltan? ¿Están en el PSOE o en la abstención? ¿Quiénes son esos que están en la abstención?). Los demás, más lentitos, ya se darán cuenta más adelante y vendrán con papa. Qué lástima que esos demás sean la mayoría dentro de la mayoría social golpeada por la crisis.

10. Los teólogos de la moderación están de luto. Los que tienen miedo de levantar el puño, vaya que la gente se asuste, se suben al carro y dicen que Clinton era mala candidata o que hay que hacer pedagogía en los zonas obreras. Los que temían que la “retórica izquierdista” de Sanders restara votos. Los que esconden tras el escudo de la moderación su propio miedo. No han entendido nada.

jueves, 3 de noviembre de 2016

Que dios nos perdone o el poso de Se7en



Que dios nos perdone es buena. Confirma que el cine español vive un gran momento (a pesar de Dani Rovira). Pero quizás lo más importante, sin quitarle mérito ni al director ni a las grandes actuaciones (en su línea De la Torre, enorme Álamo), sea que el poso que dejó SE7EN fue tan grande que creó un propio género aun hoy de actualidad. La grandeza del cine negro, policíaco, de mafias,... es que interpela a la sociedad, a las cloacas del Estado, al poder. (Para entender la política no hay que ver Borgen, hay que ver Gomorra).

SE7EN nos mostró un mundo en el que tenías que gritar "fuego" si te estaban violando porque si no nadie acudiría a socorrerte (años más tarde los gafas defenestraron a Gaspar Noé, intentando matar al mensajero, por su Irreversible). Que dios nos perdone nos enseña el mismo mundo podrido en el que se le abre antes el portal a un cartero comercial que a un policía. Deshumanización y nihilismo en un mundo en crisis (sin orden). En ese Madrid caluroso y asfixiante de 2011 nacen dos "monstruos" como respuestas en ese viejo mundo que no acaba de morir y el nuevo que no acaba de nacer: la Juventud del Papa y el 15M. La saña absolutamente innecesaria de los asesinos de las dos películas responde a la famosa frase de Dostoievski: "Si Dios está muerto, todo está permitido". Unos entienden por Dios el ser supremo, otros la seguridad, el orden o la moral.

Sin duda, estamos ante una de las mejores películas herederas de la obra maestra de David Fincher, por encima de títulos de resonancia como Fallen, El coleccionista de amantes, Copycat o El coleccionista de huesos.

De la anterior película de Sorogoyen, Stockholm (2013), escribí una crítica en FilmAffinity.

sábado, 22 de octubre de 2016

Crisis y corrupción en Gotham: el papel del capo Felipe González


En tiempos de crisis, grandes retos o decadencia, nacen –o son rescatados– los superhéroes. Éstos pueden trascender el ámbito de lo que se entiende como «cultural» e instalarse en el imaginario colectivo, representando la grandeza de una idea, un valor o un país. Los Estados Unidos son los grandes expertos en el tema, basta con hacer un rastreo histórico sobre la creación o recreación de unos superhéroes que son capaces de representar los intereses generales de un país. Mi favorito es Batman. La trilogía de Nolan ha sido lo mejor llevado al cine al menos hasta el momento. De sus películas se podrían extraer lecciones políticas notables, especialmente de la última: la representación de la Revolución como caos y anarquía, con las masas embrutecidas, la violencia, los juicios sumarísimos y el desorden acabando con cualquier resquicio de civilización: ¡podemos imaginar el fin del mundo, pero no el fin del capitalismo!

Dicho esto, buscar algo parecido a un superhéroe en el panorama político español sería una pérdida de tiempo. Resulta más interesante rescatar Gotham, una serie que pasó desapercibida y no fue del gusto de la crítica, que nos muestra la ciudad en la que el joven Bruce Wayne toma conciencia hasta enfundarse la capa. En definitiva, nos dice en qué y cómo está corrompida Gotham. Siendo una serie modesta sin más pretensión que el mero entretenimiento, nos enseña que es la mafia (encabezada por el capo Falcone) la que gobierna la ciudad y manda sobre políticos y policías. El capo Falcone, el verdadero alcalde de la ciudad, tiene un encontronazo con el honesto e impertinente policía Jim Gordon en el que da la clave para entender el famoso «golpe de estado» en el PSOE: «Soy un hombre de negocios. No puedes tener el crimen organizado sin orden ni ley». Más adelante añade: «Tu enemigo no es el sistema, es la anarquía». Entiéndase anarquía como eso que los liberales llamaron ingobernabilidad.

Estos meses están siendo los meses de las contradicciones y las paradojas. La estrategia de Pedro Sánchez siempre fue ir a unas terceras elecciones para demostrar a los poderes fácticos que era capaz de neutralizar a Unidos Podemos (¡mira mamá, sin manos!), pero esa estrategia ha resultado ser incompatible con los intereses de esos mismos poderes fácticos que no están dispuestos a correr el riesgo que suponen unas terceras elecciones y el inherente desgaste de éstas con independencia del resultado. Así, se ha dado la paradoja de que los intereses del «régimen del 78» han sido incompatibles con los intereses del que hasta ahora había sido su principal partido, el PSOE: el objetivo principal de éste sigue siendo marginar a Unidos Podemos para mantener el capital simbólico de la alternancia entre una derecha y una supuesta izquierda, pero el del régimen es la estabilidad, que inevitablemente pasa por una Gran Coalición en diferido. La estabilidad, nos dicen, es la garantía para que la economía vaya bien, de lo que hay que traducir, siguiendo a Falcone: la estabilidad es la garantía de que podamos seguir tanto robando como aplicando políticas que solo benefician a una élite privilegiada. Todo lo que no sea esa estabilidad es caos, anarquía y, por supuesto, mala imagen. Pero lo que llaman ingobernabilidad es la incapacidad que tienen los gobernantes para gobernar como antes y la indisposición de los gobernados a ser gobernados como antes. Ese es el cuestionamiento social sobre el que se sustenta la crisis de régimen, y difícilmente puede subsanarse con un equilibrio parlamentario. Claro que las instituciones no son la única herramienta, ni siquiera la más importante. Uno no se engancha a un proceso histórico mediante un número de espera como en la carnicería. Lo decía un ingenuo en La Marsellesa, la película sobre la Revolución Francesa de Jean Renoir: «No entiendo esta burocracia. ¿Un papel para hacer la revolución?».

Paradójico ha resultado, también, comprobar que quienes aspiramos a cambiar el estado actual de cosas hemos sido víctimas de nuestro propio momentum. Es decir, nuestra tarea es contribuir a la agudización de las contradicciones de que es víctima un sistema contradictorio per se, generar lo que ellos llaman despectivamente ingobernabilidad, pero al mismo tiempo este contexto nos ha cerrado el paso porque la gente ha pedido estabilidad. Ante el miedo al cambio la gente vuelve a lo de siempre. Virgencita que me quede como estoy. Primera lección política para los defensores de la amabilidad: contra el cambio que representaba Unidos Podemos no solo se alimentó el miedo, sino también –y principalmente– el odio. El odio de clase. La agudización de las contradicciones objetivas no ha ido acompañada de la agudización de las contradicciones subjetivas, es decir, de un proceso profundo de concienciación colectiva que sea capaz de dirigir la excepcionalidad en un sentido transformador y no conservador o reaccionario. A un poder económico no se le puede vencer con un giro lingüístico sino construyendo un contrapoder social. El viejo topo. En la importancia en este matiz radica la diferencia entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, por cierto.

Las huestes comandadas por Felipe González brindaron otra lección a los defensores de plegarse a lo realmente existente: hay cosas que solo parecen imposibles hasta que se hacen. Innumerables cargos, militantes y simpatizantes del PSOE defenderán mañana la necesidad de la abstención con la misma vehemencia con la que hace tres días decían que jamás, bajo ningún concepto, harían presidente al eterno enemigo. Hay cosas que se hacen, cae un chaparrón, se resiste, y acaban por naturalizarse. El poder de la valentía y el tesón en política, en este caso en un sentido negativo. Llevamos años defendiendo que tarde o temprano habría una Gran Coalición, aunque desconocíamos el formato, ya que PP y PSOE no son lo mismo (la importancia de la historia y el capital simbólico) pero tienen un programa económico similar: lo que manden los bancos. Ahora está por ver la capacidad de blindaje que tiene el bipartidismo. ¿Serán capaces de culminar una reforma gatopardiana, con una ley electoral de efectos mayoritarios, un nuevo encaje territorial y un toque cosmético de regeneración democrática que a la vez ponga punto y final a la corrupción de treinta años? ¿Seremos capaces de construir un contrapoder social lo suficientemente larvado como para romper ese blindaje? ¿Hacia dónde intentará moverse el PSOE: hacia el espacio del nacional-constitucionalismo, en el que el PP juega en casa, o hacia lo que ayer fue el espacio socialdemócrata, sin margen alguno de maniobra en la Unión Europea alemana?

Tiempos de contradicciones y paradojas. Tanto es así que el proceso de estos meses podría resumirse de la siguiente manera: el PP debe salvar al PSOE para mantener la estabilidad de un sistema basado en el turnismo y el PSOE no puede echar al PP del gobierno porque en ese caso no podrían ejercer las presiones de los aparatos del Estado para, entre otras cosas, encauzar los innumerables procesos judiciales abiertos: mucha gente acabaría durmiendo entre rejas. ¿Qué exageración? En tan solo un par de años el proceso judicial italiano de la Tangentópolis fulminó todo un sistema de partidos con más de cuarenta años de historia y a sus dos principales partidos: el Partido Socialista y la Democracia Cristiana. ¿Paradójico, verdad? Dos supuestos enemigos condenados a entenderse hasta el punto de que la supervivencia de uno depende de la supervivencia del otro. «Y morirme contigo si te matas/ Y matarme contigo si te mueres».

Siempre resulta interesante atender a los movimientos que se producen en esa representación teatral en que se ha convertido la política mediático-parlamentaria. Pero lo que ha demostrado la defenestración de Pedro Sánchez es que apenas existe la «autonomía de lo político»: los dueños de los grandes bancos no pueden llamar al Secretario General y hacerlo dimitir, pero sí pueden llamar a Felipe González para que éste convoque al Séptimo de Caballería y lo hagan dimitir en un Comité Federal. El final ya se sabe, entre todos lo mataron y él solo se murió.

martes, 27 de septiembre de 2016

Errejón, Iglesias y Garzón: entre Woody Allen y Dellafuente




Uno va al cine a ver la película anual de Woody Allen como va el vecino de Huelin a ver a la Virgen del Carmen. Es casi un ritual. Y lo cierto es que pocas veces decepciona. Con Café society parece que ha recuperado a una parte de la crítica que se ha ido quedando atrás con la inevitable falta de frescura del octogenario neoyorquino. A veces lo mejor para contar algo complejo es hacerlo a través de una historia sencilla. Y ésta, sencilla es, porque el trasfondo es tan viejo como el comer: cómo, en una sociedad en la que se han mercantilizado todos los espacios, las condiciones económicas y materiales influyen hasta en nuestras relaciones. A algo parecido a esto se refería Javier Egea cuando afirmaba que el amor era imposible en un sistema imposible, y sobre esto escribe Felipe Alcaraz en su nueva novela, La torre y las mujeres.

Sin embargo, y a pesar de que me gustó, no fue hasta que escuché A lo mejor, el segundo adelanto de Ansia viva, el disco de Dellafuente, cuando volví a reflexionar sobre ello. Ambas, la película y la canción, van sobre lo mismo, pero desde una perspectiva social distinta, con lo que ello conlleva: códigos y lenguaje diferentes: “El banco llamando a la puerta, dice que está a cero la cuenta/ mi hermano que no me contesta, se iba a matarse por mierda/ el día de cobro que no llega, y se va vaciando la nevera/ otra semana más que no comemos por ahí fuera”.

Cuando Dellafuente y Maka sacaron La vida es (“… y su niño con la cara triste, otro año sin ir a EuroDisney”) convirtieron en estériles los debates entre Supersubmarina y Los Chikos del Maíz o entre Coldplay y Bruce Springsteen. Un apunte musical: la música del barrio siempre será el flamenco, como bien reconocen los Estopa, por mucho que les guste el rap o la rumba catalana. No es una cuestión estrictamente musical, como tampoco debería ser una cuestión de estilo o tono: ¿A quiénes te diriges? Ésa siempre será la primera pregunta. No es tan fácil de responder como parecería a priori, de ahí el extenso material de debate producido en los últimos años principalmente alrededor del clase obrera vs precariado. En el fondo es el debate que se esconde tras las veleidades intelectuales de unos y otros.

Lo que nos ha mostrado tercamente este ciclo político, cuyo broche puede ponerse en diciembre, son los límites de la hipótesis populista. Basta con ver ahora, con perspectiva, el documental Política, manual de instrucciones de Fernando León. El sujeto de cambio de dicha hipótesis, a saber, la autodenominada clase media venida a menos que vio mermada sus aspiraciones sociales, ha resultado insuficiente: una parte se fue tan rápido como vino al ver el esperpéntico juego de tronos parlamentario, y otra parte puede acabar haciendo lo propio como resultado de unas aspiraciones políticas no satisfechas. La indefinición impide un arraigo ideológico, un vínculo político sólido. Galicia nos enseña qué significa luchar contra un poder enorme, que no es solo económico (en forma de redes clientelares y corruptelas varias) sino también ideológico (al que la indefinición no le hace ni un leve arañazo), con cuatro eslóganes y un giro lingüístico. No es suficiente.

“Y ahora dicen: estamos en crisis. Pero eso bien lo sabe Dios/ que en crisis llevamos desde que la guapa de mi mae me parió”. Efectivamente, dentro de la mayoría social golpeada por la crisis, necesariamente interclasista, existen quienes no tienen carreras, quienes no se quejan por tener que trabajar de camareros, quienes no leen a Laclau ni ven películas de Tarkovski. Están menos politizados y se dedican a sobrevivir; ya lo dijo Brecht: primero está el zampar, luego viene la moral. Pero tienen algo bueno. Nada, un detalle sin importancia: son la mayoría. Hay dos maneras de dirigirse a ella. La primera es de manera paternalista, desde arriba (mirar desde arriba no es mirar). La segunda es de manera horizontal, mirando a los ojos y creando contrapoder social. La primera obvia las correlaciones de fuerzas y convierte la política en un gigantesco plató electoral; la segunda es consciente de que salvo el poder todo es ilusión. La primera quiere representar a la gente, la segunda ser gente. Éste y no otro es el debate entre Íñigo Errejón y Pablo Iglesias. Uno que podría entonar el yo ya lo dije con toda la legitimidad del mundo es Alberto Garzón.

miércoles, 6 de julio de 2016

De la muerte de Marcelino al 26J: crónica del eclipse rojo


Las novelas del exboxeador y detective Toni Romano, escritas por Juan Madrid, son la crónica negra-urbana de la Transición. Sin entrar en temas políticos (¿qué no es político?) reflejan el tipo de sociedad que surgió de aquel proceso, si bien tan solo fue una evolución quizá demasiado natural de la anterior. No me resisto a reproducir un párrafo en el que un listo obsequia con su monserga del Buen Ciudadano a Toni Romano:

«Siempre te has creído diferente y no estás hecho de forma distinta a los demás. Elósegui es más listo y está arriba, entre los que mandan, y no sirve de nada ver las cosas de otra manera. Todos tenemos que servir a uno que manda. El mundo se divide ente los listos y los tontos. Ahora voy a escuchar la campana desde mi rincón. Si tú fueras listo harías como Alfredo, venirte con nosotros. Hace falta gente como tú, busca a Otto,  encuéntralo y recibirás pasta y Elósegui te hará rico. Lo que estamos haciendo dará dinero a espuertas. Cuando Elósegui construya el barrio nuevo, qué digo, casi una ciudad en miniatura, todos sacaremos dinero, pero hay que hacer y no preguntar. Será tan fácil como quitar caramelos a un niño.»

«Te creo capaz de eso», respondió Toni Romano. La novela se llama Un beso de amigo y está escrita en 1980. Me parece oportuno rescatarla por dos motivos. Primero, porque Eclipse Rojo es una novela con más enjundia política que cualquier manifiesto o artículo (la literatura es una mentira que dice la verdad) y nos enseña todo un proceso político, y para entender un proceso político es imprescindible saber de dónde venimos. Segundo, porque si las novelas de Toni Romano son, como hemos dicho, la crónica negra y urbana sobre la que se asentó la democracia, la tetralogía Los días de la gran crisis es la crónica social y política de la segunda Transición.

Felipe Alcaraz escribe sobre derrotas. Pero distingue entre estar derrotado y estar vencido. Toda victoria tiene algo de derrota y toda derrota tiene algo de victoria: es, como decía Simón Bolívar, en las derrotas donde se aprende el arte de vencer. Escribió Serpentario (2014) en el punto más álgido de la movilización social, imaginando cómo sería un proceso constituyente en España. Pero de nuevo en el final había algo de derrota: el joven Antoine de Los 400 golpes de Truffaut escapando hacia la libertad, llegando a ese mundo nuevo que es el mar, mirando de repente hacia atrás… mirándonos a nosotros. Como preguntando: ahora qué.

La historia no se puede circunscribir a fechas concretas. Son procesos, complejos y dialécticos, que no se desarrollan de manera lineal. Por eso resulta difícil saber cuándo perdimos realmente. Felipe no escribe desde una atalaya ni desde una supuesta objetivad (objetivos son los objetos), sino desde una posición política e ideológica nítida: es un militante, y esto es más importante que ser un histórico dirigente del PCE e IU. Se habla y mucho de sus dos organizaciones, y es que para entender el proceso de segunda Transición que parece culminar con éxito tras el fin de ciclo electoral, hay que entender las contradicciones tanto internas como externas.

Tiempo de ruido y soledad (2012) arranca con el entierro de Marcelino Camacho. El final simbólico de una época. Acaparando las mejores posiciones del acto estaban aquellos quienes más empeño pusieron en desterrarlo políticamente en vida. Fuera de allí, una sociedad que no despertaría hasta meses más tarde un día 15 de mayo, sin referentes políticos ni sindicales. Nuestra derrota fue doble una vez que la URSS se derrumbó y el capital ya no tenía miedo a la revolución, por lo que dejaron de ofrecernos un pacto social a cambio de la paz social. El posfordismo nos dejó sin identidad, sin referentes de clase, políticos y sindicales: ¿qué eran las Comisiones Obreras que despedían en 2010 al gran líder obrero? Mientras tanto, una crisis aún incipiente bajo el gobierno de un Zapatero que se sentaba en la mesa con los caníbales, como escribió el célebre Rafael Chirbes.

En La disciplina de la derrota (2013) están algunas de las claves para entender el fracaso de la izquierda ideologizada. IU decidió a partir de su IX Asamblea, vista entre bambalinas en la novela anterior, refundarse, ir hacia un verdadero movimiento político y social y buscar alianzas con la construcción de un bloque histórico como objetivo estratégico. Los documentos eran nítidos. Ganaron los románticos, pero los burócratas que no creían lo que aprobaban se encargaron de guardar los documentos en un cajón. La subida electoral en 2011 hizo que la X Asamblea celebrada un año más tarde no supusiera ningún cambio importante. El pacto de cogobierno en Andalucía ya era un hecho y se aplicaban recortes por imperativo legal al tiempo que se pregonaba la ruptura democrática al calor de la efervescencia social. A fin de cuentas, todo parecía ir bien: las encuestas reflejaban una tendencia al alza. Quienes hayan leído la novela entenderán que no crea necesario hacer más comentarios sobre el caso andaluz: no hace falta.

Meses más tarde, en el auditorio Marcelino Camacho, se celebraba el XIX Congreso del PCE. El entonces coordinador federal sube a la tribuna y lanza una pregunta retórica que suena como una pedrada en un portón: ¿queréis gobernar? A los pocos segundos del impacto algunos delegados responden con brío: ¡sí! Aquella solemne escena confirmó la hegemonía de las tesis derrotadas en la IX y X Asamblea de IU. O dicho de otra manera: la gestión de las tesis victoriosas a manos de los realistas, a saber, los aparatos, que son los que saben de política real y concreta frente a los intelectuales de postín que venden humo y los jóvenes izquierdistas que están bien en el quinto puesto de las listas, pegando carteles o escribiendo en blogs. No se trataba de construir una Alternativa con vocación de mayorías en un contexto de crisis de régimen, sino de crecer para pactar en condiciones dignas con el PSOE y atraerlo a posiciones de izquierdas. Se apelaba a la movilización, pero se entendía la movilización en clave electoral y no en clave de sujeto histórico. Por eso no entendíamos el 15M: qué nos iban a decir esos niñatos recién llegados que le dieron la mayoría absoluta al PP.

Y en esas llegó el eclipse antoniano. Una segunda clandestinidad. Justo cuando lo estábamos haciendo bien, como así lo reflejaba el indicador demoscópico, al parecer el único indicador. Si esto era así, Podemos solo podía ser el resultado de una conspiración del poder para dividir a la izquierda real en una operación similar a la de los noventa con el PDNI. En cualquier caso, el fenómeno Podemos resultó exitoso y además provocó un repliegue defensivo e identitario de una dirección de IU descolocada. En un contexto de crisis de régimen en el que una mayoría social tenía sensibilidad constituyente aun sin un arraigo ideológico sólido, nuestra primera tarea fue buscar al votante de izquierdas del PSOE y la segunda defendernos de la «nueva política».

El cuerpo eclipsante no estaba exento de contradicciones. Íñigo influyó más en Pablo que Pablo en Íñigo. Se produjo la desamortización de Monedero, un intelectual que necesitaba volar, según dijo Pablo un día que creyó que el resto de los mortales son tontos. Pero la pompa demoscópica seguía ahí. Cuando se publicó Eclipse Rojo, meses antes de las elecciones del 20D, Pablo ya dijo aquello de las estrellas rojas. Parecía imposible que se diera la confluencia, al menos electoral, en las elecciones que cerrarían el ciclo inaugurado por el 15M (una vez que se pisa moqueta…).

«Si conseguimos, y no es fácil que el PP, mi partido –me miró por encima de las gafas–, y Ciudadanos no puedan coaligarse tras las generales, y que tampoco puedan hacerlo el PSOE y Podemos, tendremos el escenario ideal para un entendimiento cuasi constituyente entre los dos grandes partidos. Llámalo segunda transición, restauración o como te parezca. Se trataría, entre otras cosas, de eliminar el término “proporcional”, referido a la ley electoral, de la Constitución, así como de fijar en ella, de manera precisa, las competencias de las comunidades autónomas y la relación definitiva entre ellas y la administración del estado. Hablamos de consolidar una amplia etapa histórica. Vosotros, hoy en una difícil situación, os podéis salvar si os pegáis al proceso, aunque está claro que necesitáis a un Carrillo, un nuevo Carrillo, es decir, alguien capaz de ahormar a los militantes de principios congelados. Olvidaos de Anguita. Perdona que hable así. De otro lado, yo dudo de que Ciudadanos y Podemos, sobre todo los “podemitas” de la línea Errejón, se distancien demasiado de la causa».

El anterior es el alegato del Ministro de Exteriores, Margallo, frente a Centella, recogido en la novela y publicado varios meses antes de las elecciones del 20D –insisto–. Sin embargo, se produjo un resultado cercano al empate catastrófico que provocó unas segundas elecciones. Unas segundas elecciones que podían cambiarlo todo. Se decía, desde distintos sitios, unos al principio y otros al final, que la (necesaria) unidad popular no podía ser una mera sopla de siglas, un frente de izquierdas sellado por arriba, sino un proceso de desborde que hiciera posible llegar a los todavía no convencidos; pero que llegara no solo a través del plató gigante en el que se ha convertido la política. Aunque bienvenida, tan solo se produjo una suerte de confluencia electoral. Hay múltiples y variados factores que explicarían los malos resultados del 26J, pero más allá de errores –entre otros– de campaña, los factores de peso, estratégicos, y en última instancia ideológicos, siguen estando en la novela.

Llegados a este punto, puede parecer que apenas he hablado de Eclipse Rojo. Quienes la lean, entenderán que sí lo he hecho. Cualquier análisis estrictamente literario acompañado de los clásicos adjetivos resultaría impostado en alguien que no es un crítico literario. Eso sí, nadie me privará de disfrutar –y recomendar– como el que más de una pluma tan ligera como incisiva, del mismo modo que nadie me privará de disfrutar –y recomendar– un buen manjar sin ser Ferrán Adriá. Estamos ante la crónica novelada de todo un proceso histórico. Pocos piropos mayores habrá para un escritor comunista; perdón, para un comunista escritor.


Siguen ganando los listos, pero mientras no asumamos los valores del adversario puede que estemos derrotados, pero no vencidos. 

martes, 28 de junio de 2016

Gomorra (2): de Maquiavelo a Gramsci


Ya escribí sobre la serie Gomorra, cuya primera temporada me fascinó. Tras la segunda temporada creo que podemos afirmar que es la mejor serie sobre «el poder», por encima de la aclamada hasta la extenuación Juego de tronos. Cuando se habla del poder automáticamente uno visualiza en su cabeza lo político, con sus personajes, liturgias e instituciones, cuando la política es (o puede ser) tan solo una expresión más del poder, prácticamente nunca la más importante. A esto han contribuido series como Borgen, un auténtico panfleto liberal (en el buen sentido), o House of cards, un cínico delirio en la misma dirección.

Gomorra nos brinda dos dimensiones distintas pero complementarias en relación con eso que entendemos como poder, inabarcable en una sola definición y diferente según la ciencia desde donde se mire.

No se puede entender ningún fenómeno económico-social, en este caso el de la droga, sin enmarcarlo dentro de un contexto determinado. Los datos están ahí para el que los quiera ver: si se paralizara el mercado de la droga (a gran escala), el sistema colapsaría. Los paraísos fiscales existen porque allí va el dinero de la droga, del tráfico de armas y de la trata de blancas. Esos grandes empresarios defraudadores tan solo son los listillos que se suman a la fiesta. Insisto, hay datos de sobra para el que los quiera ver. Siguiendo como The wire nos enseñó a seguir el rastro del dinero, vemos lo delgada que puede ser la línea que separa a un mafioso de un gran constructor de esos que crean muchos puestos de trabajo y mucha riqueza. Esto puede sonar ideológico, pero lo cierto es que el guion es diáfano: “Esto es capitalismo”, llega a decir literalmente Salvatore Conte a propósito de la organización de la banda. Pero quizás la frase más sugerente en relación a lo dicho al principio del párrafo la sentencia Don Pietro: “La demanda hace el mercado”, refiriéndose a que el negocio de la droga nunca dejaría de dar beneficios. Efectivamente, en el libre mercado la demanda se impone y por encima de ésta la maximización de los beneficios. Da igual de dónde venga el dinero, da igual a dónde vaya, eso queda fuera de la lógica que hace andar el motor. El poder, en este caso económico, no entiende de cuestiones morales. Esta es la primera lección de Gomorra.

Por otro lado, nos muestra el poder como una correlación de fuerzas representada por distintos personajes que a su vez representan a distintos grupos. Aquí entramos en la dimensión más entretenida de la serie, en ese escenario donde aparece las "estrategias maquiavélicas" y Sun Tzu. Entre la lucha a muerte de los dos principales líderes enfrentados hay un punto de inflexión: O’ Principe, la prueba inequívoca de que en la lucha por el poder no caben cuestiones morales ni momentos de debilidad. Si no te ajustas a la lógica, estás fuera. La famosa escena “power is power” de Cercei en Juego de tronos es la única manera de explicar esto sin hacer spoiler, aunque también podríamos recurrir a la ya famosa pregunta de Stalin a Laval: “¿Cuántas divisiones tiene el Papa?”. Power is power.

Pero el poder, según Gramsci, no es solo fuerza y coerción, sino también consentimiento, legitimidad. Si mandas y eres capaz de hacer coincidir tus intereses con los intereses generales (en este caso con los de las “plazas”), tienes hegemonía; si mandas únicamente a través de la fuerza, tienes dominación sin hegemonía, lo que más tarde o más temprano te costará la derrota. Los dos grandes líderes enfrentados, Ciro y Don Pietro, aun coincidiendo en lo básico tienen visiones y estrategias distintas. Ciro dice (y vuelvo a citar textualmente): “Yo creo que quien manda no debe olvidarse de una cosa: su poder está en manos de los que están por debajo de él”. Por el contrario, Don Pietro afirma: “La democracia no funciona, porque los perros se comen entre ellos si no hay bastón”. Bastante antes de tal sentencia, en una situación desfavorable, llegó a decir: “Aunque mandemos, no tenemos un verdadero poder”. Esta involución será determinante teniendo en cuenta que no gana quien tenga más fuerza (aunque sea un factor importante) sino quien sea capaz de atraerse consigo a una parte de los otros. Creo que esta premisa es válida para entender el maravilloso final.

Dijo Mao que “el poder nace de la boca del fusil”, pero tanto Mao como el anteriormente citado Stalin, ambos exitosos estrategas de guerra, olvidaron que a veces el poder no se mide en divisiones sino en el número de hombres y mujeres dispuestos a predicar tu palabra. Olvidaron, en definitiva, que una cosa es conquistar el poder y otra mantenerlo.

jueves, 2 de junio de 2016

Si eres de Unidos Podemos y quieres perder aquí tienes cinco breves consejos

La coalición Unidos Podemos compite contra sí misma, ya que el bloque dominante no es capaz de presentar nada nuevo. Partiendo de esto, la ilusión movilizadora de militantes y simpatizantes que sean capaces de llegar a gente hasta el momento ajena, será la clave. Por ello, si eres de Unidos Podemos y por algún motivo quieres que Unidos Podemos pierda las elecciones, basta con seguir estos cinco humildes -e irónicos- consejos. Si eres disciplinado y consigues que así se dieran los resultados, siempre puedes decir que tú ya te lo venías venir.

1. Luces cortas. Desecha cualquier estrategia a medio y largo plazo. Quédate en el cortoplacismo electoral y asume sus distintas e inevitables consecuencias. No existen los grandes proyectos, se acabaron las grandes narrativas, también en el ámbito de la política vive al día y no alces la vista mucho más allá; lo importante son las elecciones, pero sin enmarcar éstas en un proyecto estratégico mucho más amplio y sin tener en cuenta elementos infantiles como la crisis de régimen o la construcción de un bloque social hegemónico.

2. Prioridades. Las elecciones son importantes, pero sus triquiñuelas burocráticas, jurídicas o personales son aún más importantes. El objetivo no es la transformación social, o en caso de que lo fuera, debe quedar supeditado a, por ejemplo, las listas electorales. Si no es tu amigo o alguien con el mismo carné que tú el que, aun asumiendo un mismo programa, consigue un objetivo político compartido, no sirve de nada. Además, el hecho de que otro asuma lo que tú llevas diciendo mucho tiempo no es un éxito sino un fracaso, o algo mucho peor: un plagio de ese otro. No olvides que, en el fondo, no aspiras a construir una mayoría social con todas sus contradicciones sino a formar parte de una selecta élite con las ideas correctas. Consuélate con lo que dijo Godard: una minoría con las ideas correctas no es una minoría, aunque sea objetivamente tu «momentum».

3. Banderas. Dentro de los elementos importantes en un proceso electoral -algunos citados anteriormente- llevar la bandera más grande es uno de los requisitos imprescindibles. El objetivo no es que una mayoría social haga suyo tu programa y tus valores, sino tus símbolos. Lo importante no es el contenido, sino el continente. Quizá esto sea algo más propio de la posmodernidad -la pose, el plástico- que de la historia del movimiento obrero, pero cíñete a lo importante: la hegemonía se construye llevando más banderas que nadie aunque supuestamente te dirijas más allá de los ya convencidos, pero esto merece un comentario aparte. Llegados a este punto, es importante que te ofendas y hagas un paralelismo con la estrategia carrillista-posibilista de la Transición, aunque no tenga nada que ver una cosa con la otra, ni el contexto histórico. Si eres marxista, andaluz por ejemplo, olvida que tu objetivo no es ser ni la izquierda ni el cambio, sino Andalucía; déjale la bandera andaluza, de izquierdas como el andalucismo en su conjunto por cuestiones históricas, a los terratenientes.

4. Discurso. No hay ni crisis de régimen ni de hegemonía: los que mandan pueden mandar como antes y los dominados quieren ser dominados como antes. Las objetivas quizás sí, pero las condiciones subjetivas no existen para que una mayoría social con sensibilidad constituyente pero sin un arraigo ideológico sólido pueda erigirse en sujeto histórico-político. Dirígete a los ya convencidos, a los que no son unos borregos que, tontos ellos, no se identifican con tus símbolos. Da igual que objetivamente sean tus compañeros porque sufren las consecuencias de una crisis que no han provocado ellos, son unos desclasados que no merecen el respeto y el trabajo de una élite intelectual tan selecta como a la que perteneces. Como mucho dirígete a los votantes de izquierdas del PSOE.

5. Trabajo. Es importante que desde el inicio de la campaña –a ser posible desde la precampaña- intentes buscar el máximo número posible de errores y limitaciones, maximices los roces inherentes no solo a un proceso electoral sino a cualquier colectivo humano compuesto por gente que, aun asumiendo el núcleo del proyecto conjunto, son diferentes. Recuerda las prioridades. Si por azares de la vida no te avala la experiencia y no tienes demasiados resultados en tu mochila, cuestiónalo todo e incluso da lecciones desde la Atalaya a quienes se mojan y encima parecen acertar, aunque sean tus compañeros elegidos mayoritaria y democráticamente. Concretamente en lo electoral, nadie sabe más que tú; mucho menos los que estudian y se dedican a ello. 

jueves, 28 de abril de 2016

De Rambo a Timecop: ideología en las patadas de Van Damme


Los ochenta fueron los años de la contraofensiva conservadora por excelencia. Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Tatcher en Gran Bretaña aprovecharon a una Unión Soviética en los estertores para hacer desaparecer del imaginario colectivo de las clases populares cualquier proyecto alternativo. Como siempre, esto es importante recordarlo, esta contraofensiva es principalmente cultural, es decir ideológica. Y como desde los años 30, no existe campo más crucial a la hora de librar esta batalla que el cine. Podríamos decir que el cine, especialmente de masas, es la gran fotografía política de cada época. Si quieren saber qué preocupa a las élites estadounidenses, basta con que vean la cartelera y se fijen en aquellas películas aparentemente neutrales o de simple entretenimiento. ¿Es casualidad que todos los superhéroes nacieran en la misma época? ¿Es casualidad que resuciten en el tiempo en que Estados Unidos sufre una crisis de liderazgo?

Es difícil simplificar, pero podemos afirmar que el cine de los 80 fue tremendamente reaccionario, no por casualidad, sino por un contexto determinado de Guerra Fría y de cambios internos en los propios Estados Unidos. La grandeza del mítico Rambo no es tanto que pueda acabar él solo con vietnamitas y soviéticos (¡en este caso al lado de los muyahidines que posteriormente crearían el Estado Islámico!), sino su mensaje outsider contra el propio establishment norteamericano: en un sentido neoliberal, dice que el problema es el gobierno, la propia administración. Menos sutil parece Amanecer rojo (John Milius, 1984), que imagina una invasión a Estados Unidos de los rusos ayudados por tropas cubanas y nicaragüenses (en aquél momento Estados Unidos apoyaba directamente  a la contra sandinista). El mismo acento latino, por cierto, tienen los malos en Depredador (John McTiernan, 1987) antes de que el bicho haga de las suyas. Algo parecido pasa en Invasión USA (Joseph Zito, 1985) con un Chuck Norris todopoderoso como en Desaparecido en combate (1984), del mismo director. Más interesante resulta Cobra, el brazo fuerte de la ley (George Pan Cosmatos, 1986), una película que bien podrían copiar en España para defender desde la Ley Mordaza a la pena de muerte si tuvieran algo de ingenio: “El crimen es una plaga y yo soy el remedio. Aquí es donde termina la ley y empiezo yo”. "No he quebrantado la leyYo soy la ley", dijo en Juez Dredd (Danny Cannon, 1995). Lo mismo, pero con otras palabras, diría 30 años después en Los mercenarios 3 (Patrick Hughes, 2014): “Yo soy La Haya”. Una sincera y honesta manera de justificar tanto el terrorismo de Estado como la ejecución extrajudicial. Sin olvidarnos de la moralina y la propaganda antisoviética de Rocky IV (1985), podemos afirmar que Stallone es probablemente el personaje reaccionario de la época.

El fin de reaganismo en los 90 hizo posible que se colaran otros mensajes en las grandes películas de consumo rápido. Habrá muchos que representen mejor esta época, pero yo he elegido a Jean-Claude Van Damme y seleccionado algunos de sus grandes éxitos. Ya en 1992, en Soldado Universal (Roland Emmerich), se denuncian los excesos de Vietnam, personificados en el propio malo. En una escena, Van Damme le espeta a un alto cargo, contrario a los soldados universales: “Para ti sería un desastre que no mandáramos jóvenes americanos a morir en combate” (sin embargo, en la tercera parte de la saga lanzada en 2009 descubrimos que los separatistas islámicos chechenos son... ¡leninistas!). Un año más tarde, protagoniza el remake del excelente western Raíces profundas, Sin escape (Robert Harmon), dando vida a un héroe solitario y capaz de sacrificarse por los demás. La trama es bien sencilla: unos empresarios quieren desahuciar de su casa a una mujer para poder construir en la zona, y para ello no escatiman esfuerzos a la hora de utilizar la violencia y la extorsión. Así se hizo rico Rubén Bartomeu en Crematorio, llevada a la televisión por Sánchez-Cabezudo en 2011. También en 1993 se estrenó Blanco humano (John Woo), probablemente de las mejores de Van Damme. En este caso se trata de un pobre diablo que, esta vez por necesidades económicas, investiga el asesinato de un mendigo. Al final acaba convirtiéndose en el cazador de los ricos que se entretienen en hacer monterías de mendigos para pasar el rato. El jefe de los ricos, en el combate final, le pregunta qué le puede llevar hasta el punto de dar su vida por acabar con ellos, teniendo en cuenta que no han matado a ningún familiar suyo, a lo que Van Damme responde: “Los pobres también se aburren”.

La película más sugerente llegaría un año después: Timecop, policía en el tiempo (Peter Hyams, 1994). En un mundo futuro se puede viajar al pasado, aunque existe una policía encargada de que ello no ocurra, ya que supondría una alteración no deseable de la historia. Sin embargo, un senador de extrema derecha, la típica persona más lista que tú, viaja al pasado para conseguir dinero y financiar su campaña hacia la Presidencia de Estados Unidos. Más allá de una persona sin escrúpulos, se trata de un tipo que quiere construir un muro en México y que dice exactamente lo siguiente: “Quiero gobernar para que el 10% más rico sea más rico y el 90% se pueda ir a México”. Muchos millones de dólares, autoritarismo, racismo y clasismo. ¿A alguien le suena Donald Trump? En una época permanentemente electoral como la que vivimos en España, no podemos pasar por alto un diálogo del presidenciable, que parece saber algo del tema: “Las elecciones se ganan en televisión. No hace falta la prensa, ni el apoyo, ni la verdad. Hace falta dinero”.

Ese mismo año, Van Damme sería el coronel Guile en la adaptación al cine del videojuego Street Figther, la última batalla (Steven E. de Souza), fallida tanto en la adaptación como en el ejercicio de propaganda americana, marcando la fecha del inicio del declive de un mito. El final de los noventa y la década del 2000 borraron a Van Damme del mapa, aunque intentara resurgir a lo San Lázaro como héroe solitario contra las injusticias estos últimos años.

Sin embargo, los noventa nos dejarían otras joyas de distinta factura. Eraser, eliminador (Chuck Russel, 1996), protagonizada nada más y nada menos que por Schwarzenegger, irrumpiría contra la perversa alianza entre la élite política y la armamentística. Cuando el alguacil DeGuerin es arrestado y acusado de tráfico de armas con terroristas, la prensa le pregunta: “¿Admite su traición?”, a lo que él responde con autoridad: “Admito mi patriotismo”. Confundir tus espurios intereses personales con los de la patria: cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Ese mismo año se estrenaría Independence Day (Roland Emmerich), un ejercicio de propaganda americana tan banal como efectivo, que junto a Air Force One (Wolfgang Petersen, 1997) y Armageddon (Michael Bay, 1998), son el ejemplo paradigmático de qué debe ser un líder político en tiempos de lo que se dio por llamar “americanización”. La personificación de unos valores, un programa y un proyecto, desplazados estos por las cualidades taumatúrgicas de un líder que quizá no tenga que matar él a los terrorista con sus propias manos, pero si es grabado subiendo unas escaleras con desgana y encorvado, jamás ganará unas elecciones.

Caeríamos en un error si subestimáramos la capacidad “socializadora” (hegemónica) del cine de consumo rápido, el cine de entretenimiento y aparentemente neutral: no existe nada más ideológico que lo que dice o parece no tener ideología. También caeríamos en un error si despreciáramos el cine de masas por el mero hecho de ser consumido por “la plebe” que, como piensan algunos, ni tienen idea ni merecen nada más sofisticado. En el desprecio a lo popular por el mero hecho de serlo, no solo hay aires de superioridad, sino algo peor: el clasismo elitista propio de pijos, ahora llamados hípsters.

martes, 16 de febrero de 2016

La chica de ayer (Ignacio Mercero, 2009): relato de la Transición


Decía uno de los inquisidores macarthistas en la espléndida y necesaria Trumbo (Jay Roach, 2015), que “el cine es la es la influencia más poderosa que se haya creado”. Que Bryan Cranston levantara el Oscar en la tribuna ante la atenta mirada de los peces gordos de Hollywood sería una especie de auto-parodia interesante. En cualquier caso, y deseándole suerte, por mucho que nos guste DiCaprio, de Trumbo solo recogemos la anterior cita.

El cine es, efectivamente, la herramienta más poderosa para crear relatos. En España se conoce el acontecimiento histórico más importante de los últimos 100 años, la Guerra Civil, a través del cine. Un cine que, con alguna honrosa excepción, construyó el relato de que la guerra fue una barbaridad entre hermanos cometida por el exceso de dos bandos enloquecidos. Para muestra La mula (Michael Radford, 2013) con Mario Casas de nacional.

El segundo acontecimiento más importante de los últimos 50 años, la Transición, ha sido narrada a través de series y biopics. El relato, sobre el que se asienta La chica de ayer (Iñaki Mercero, 2009), es grosso modo el siguiente: por fin los españoles se pusieron de acuerdo en un alarde de generosidad dejando atrás rencillas del pasado, siendo capaces, todos, de hacer sacrificios en aras de un pacto modélico de convivencia con vistas al futuro.

La chica de ayer, remake de la británica Life on mars, constó de ocho capítulos que se emitieron en Antena 3 en prime time con más de dos millones de espectadores. Samuel Santos, el Inspector Jefe de Policía, principal protagonista representado por Ernesto Alterio, tiene un accidente y se despierta en 1977. Allí convive con las viejas formas de la policía retratadas especialmente en el rudo Inspector Jefe Joaquín Gallardo, mientras intenta entender qué ha pasado para volver a su vida real. La trama podría haber dado mucho más de sí, se podría haber utilizado el contexto más potente para el género negro y policiaco a lo Pepe CarvalhoToni Romano o Inspector Méndez, pero se cae en la comedia constante sin ningún tipo de tensión o intriga. Supongo que esta sería la intención principal de los creadores.

Aun con todo, a pesar de la simpleza tanto de la trama y su desarrollo como de los protagonistas, la serie nos deja algunos elementos del relato de la Transición. En uno de los capítulos se utiliza la lucha sindical de unos trabajadores que van a ser despedidos como pretexto del asesinato de un capataz de la fábrica. Samuel Santos, que viene del futuro democrático, es el más comprensivo con los sindicalistas, y en un tono paternalista les dice: “Hay que luchar, pero hay que seguir las normas”. El relato hegemónico que tapa el conflicto (en este caso la lucha de clases en su forma más evidente) vuele a aflorar en una especie de paradoja espacio-temporal: si hay un futuro democrático es porque hubo un pasado de lucha, por lo que la apelación a las leyes franquistas por parte del Inspector que viene de ese futuro democrático, no deja de ser curiosa.

La serie en sí es una constante pugna entre las visiones antigua moderna de la policía, es decir entre la policía franquista y la democrática. Entre el método de Santos y el de Gallardo. Cabría esperar un desenlace en que una parte convence a la otra, a priori la democrática. No obstante, esto no parece tan claro. En el capítulo que intenta rememorar –sin éxito– a los quinquis de Eloy de la Iglesia, pierde Samuel Santos: el quinqui reincide y acaba imponiéndose la mano dura de Gallardo frente al idealismo ineficiente de quien cree en la reinserción. Aunque Gallardo da algún síntoma de avance gracias a la influencia de Santos, es éste quien acaba asumiendo el viejo método: la falsificación de pruebas. Y lo hace como mal necesario, por un fin estrictamente personal y que él cree noble. Las leyes son inexpugnables, pero a veces hay que saltárselas… Salvo si eres sindicalista.

Mariano Sánchez Soler estima en La transición sangrienta (Península, 2010), que fueron asesinadas 600 personas en el modélico proceso desde 1975 y 1983. En la serie se recoge un episodio interesante en que los matones de la extrema derecha apalean a jóvenes gais. Hay un muerto… Pero de nuevo se desaprovecha un contexto idóneo para una buena trama y se patina sobre lo superficial, en este caso una relación sentimental. La serie parece decir: se cometían excesos y barbaridades, cierto, pero a pesar de todo el sistema funcionaba. Tanto es así que al jefe de los jóvenes falangistas, ex policía, lo expulsan de la comisaría ¡por saltarse las reglas! Si en las comisarías franquistas se torturaba tanto que a veces incluso saltabas por la ventana como Enrique Ruano, ¿qué haría para que lo expulsaran? ¿O quizás es que no se torturaba tanto y el que se pasaba era expulsado?

En resumen, La chica de ayer se queda en una comedia con algún tinte dramático e ínfulas históricas. Se pierde en la trama y en un contexto que no sabe manejar. Sirve para pasar el rato, si no le pides explicaciones. Antonio Garrido, que mejora algo en La playa de los ahogados (Gerardo Herrero, 2015) con un papel parecido, no da la talla como tipo duro; Ernesto Alterio a lo suyo.

viernes, 5 de febrero de 2016

¿Por qué Alberto Garzón es el líder más valorado pero el menos votado?


"Los dioses perciben el futuro, los hombres el presente y los sabios lo que se avecina"

Alberto Garzón es un digno heredero de Julio Anguita. No solo por su concepción de la política y su trayectoria coherente, apoyada en el ejemplo diario y en la reconciliación sacristaniana entre lo que se dice y lo que se hace. El joven Garzón también ha heredado el mal de Casandra en la mitología griega: tiene capacidad para adivinar el futuro, es decir las consecuencias desastrosas de determinadas políticas, pero nadie le cree (y si le creen no le hacen caso). Cuando Anguita decía que el Tratado de Maastricht acabaría malvendiendo la soberanía de España a los bancos alemanes, era un loco, un lunático o incluso un ser de otra galaxia, en palabras de Felipe González. Esto convirtió a Anguita en el líder mejor valorado en su época por parte de personas de distintas afinidades ideológicas, sin que ello se tradujera precisamente en una avalancha de votos; hoy nadie duda de que seguiría siendo el líder más valorado entre los políticos en activo y retirados. El CIS, que depende del Ministerio de Presidencia, nos dice que Garzón es el líder mejor valorado en España, tras una campaña reciente apoyada en un “discurso profético” sin trucos, unos resultados electorales malos y una situación muy delicada de su partido que, no olvidemos, ni siquiera dirige.

Llegados a este punto, cabe hacerse la gran pregunta: ¿cómo puede ser que, siendo el mejor valorado, es decir “el mejor” a ojos de los españoles, sea el menos votado de los cinco? La respuesta requeriría un profundo análisis sobre el comportamiento político y electoral, pero podemos dar algunos brochazos grosso modo

Lo primero que debemos saber es que una parte importante de las decisiones las tomamos de manera irracional, a pesar de nuestro eterno empeño en racionalizar nuestros actos. La emocionalidad, estrechamente ligada a eso que llaman instinto, influye en ocasiones de manera determinante. A veces pasa que te enamoras de quien supuestamente no es mejor pareja o podría hacerte a priori más feliz o tu vida más llevadera. Del mismo modo, no votas al líder que al menos en principio es más honesto, más preparado o mirará más por tus intereses. La emocionalidad (el miedo a los bolivarianos o la ilusión por el cambio) no es un invento del llamado populismo, sino que es algo tan viejo como al menos Aristóteles y su phatos. La americanización de la política y la hegemonía del enfoque estratégico sobre el temático en los medios de comunicación, tan solo le dan un punto más de importancia. No importan los programas o las propuestas, sino las riñas estrictamente electoralistas entre los candidatos en liza, cuyas cualidades -la puesta en escena- son el verdadero “programa”. En términos político-electorales, la elaboración colectiva de un programa serio de gobierno, la preparación y la trayectoria de tu candidato, se los merienda otro en un minuto en El Hormiguero. El clásico debate de 1960: para los que lo oyeron en la radio, ganó Nixon, para quienes lo vieron en la TV, ganó Kennedy gracias a su telegenia y su bronceado. A partir de ahí cambió todo.

A este escenario político-mediático-electoral exportado en las últimas décadas desde EE. UU. en que la toma de decisiones se hace desde un plano superficial, por decirlo así, hay que añadir otros factores. Las estrategias de comunicación y de campaña electoral, que miden desde los colores de las camisas hasta las metáforas utilizadas en los discursos, sumadas a algunos factores como lo que últimamente se está llamando neuropolítica, son cuestiones importantes a la hora de entender el comportamiento electoral. Por obvio, ni hace falta hablar de la ley electoral y sus innumerables efectos como el mal llamado “voto útil” ("yo votaría a Garzón, pero votarlo es tirar el voto porque no va a ganar"). No obstante, no podemos olvidar lo que seguirá siendo el núcleo central de lo político-electoral: la ideología. Se dice, y no es del todo falso, que se han perdido los grandes anclajes (pertenencia a una clase social, arraigo ideológico, etc.) que antes determinaban el voto, en aras de una desideologización de los partidos convertidos en aparatos “atrapalotodo” que se dirigen a una masa social amorfa cuya centralidad es la llamada “clase media”. De nuevo, las grandes cuestiones han sido sustituidas por cuestiones superficiales que sean capaces de atraer a un electorado volátil. La posmodernidad mató los grandes relatos, la metanarrativa, e impuso el pensamiento único: como mucho podemos cuestionar la salsa con la que seremos comidos.

Sin ser falso, este análisis es incompleto. En un contexto de supuesta desideologización (“todos son iguales”, “ya no creo en nada”, “yo voto al que mire por lo mío”), la ideología en su sentido profundo juega un papel determinante. Lo que sigue definiendo a una sociedad son sus relaciones económicas, sus relaciones de producción, lo que podríamos llamar su estructura. Sobre esta estructura se erige la superestructura como el conjunto de instituciones y aparatos ideológicos hechos a medida de la primera. El cemento que une ambas, que le da sentido, es la ideología, que es siempre la ideología de la clase económicamente dominante. Los seres humanos somos seres sociales, y por muy especiales que nos creamos, por mucha personalidad que creamos tener, no dejamos de ser el resultado de un proceso de socialización desde que nacemos hasta que morimos: familia, amigos, profesores, televisión, prensa, cine, etc. Todo está impregnado de ideología, especialmente aquello que parece neutro. No existe persona con más ideología que la que afirma no tener ninguna o que todas son un lastre. No solo a Garzón, sino al mundo, lo miramos con unas gafas empañadas de ideología.

El equipo de Garzón no solo juega en contra del escenario americanizado de la política donde impera el enfoque estratégico y su enfoque temático (programa, programa, programa) no pinta absolutamente nada, bien porque no tenga capacidad para manejarse en ese terreno o bien porque no admita plegarse a él; el equipo de Garzón también juega en contra de todo un sistema enorme que no es solo económico, sino social y, en última instancia, ideológico.

Para resumir, podríamos enumerar algunos factores que nos ayudan a responder la gran pregunta: la irracionalidad-emocionalidad a la hora de tomar decisiones electorales, la americanización de la política, el enfoque estratégico, los efectos perversos de la ley electoral o el tratarse de una lucha ideológica, la más cruenta de todas, son algunos. Todos ellos, unos genéricos y otros íntimamente ligados con las particularidades del sistema político español, están englobados en el marco de la desaparición del socialismo en el imaginario colectivo de las clases populares. Casi nada.

Otro día hablaremos, con la misma facilidad, de los errores y las limitaciones que viene arrastrando lo que debió ser un movimiento político y social y acabó convirtiéndose en un mal partido, estratégicamente desnortado, es decir con unos males que van más allá de lo electoral. Todo lo anteriormente dicho no es excusa para eludir la torpeza de un núcleo dirigente incapaz de leer el nuevo ciclo que abría el 15M y que acabaría dirigiendo Podemos, con IU mejor que los muertos pero peor que los vivos, al menos de momento.

jueves, 14 de enero de 2016

Sufragistas (Sarah Gavron, 2015): lo dieron todo


Sufragistas es un espejo que nos escupe la cruda realidad a la cara. Cuando una película huye de la sutileza y la metáfora es tachada de «propaganda», la palabra maldita y el recurso de quienes no entienden –o admiten– que, en efecto, todo cine es propagandístico, especialmente aquél que aparenta neutralidad u objetividad. Lo dijo Federico Luppi en Lugares comunes: objetivos son los objetos. Sufragistas no engaña a nadie, ni lo pretende. Por eso resulta ridículo leer críticas que piden datos o argumentos. Desde la adaptación de Benito Zambrano de La voz dormida no se habían leído semejantes acusaciones de maniqueísmo.

Hablamos de una película necesaria que narra una historia no muy lejana en la avanzada democracia inglesa donde las mujeres no podían votar hace tan solo 100 años. Pero la película no se limita a mostrar una situación de injusticia como es la doble explotación de la mujer, por clase y género, sino algo más profundo. Nos muestra la diferencia, a veces antagónica, entre legalidad y legitimidad. De esa pugna, con la desobediencia civil como vehículo, ha dependido el progreso de la sociedad en un sentido igualitario.

El hilo conductor de la historia es Maud, el personaje representado por una Carey Mulligan en estado de gracia, como símbolo de la evolución de un grupo de mujeres conscientes de que los derechos no se regalan, se conquistan. Tras darse de bruces varias veces con la legalidad, las sufragistas deciden dar un paso más e iniciar acciones de desobediencia civil para, primero, conseguir repercusión y, segundo, presionar a sus señorías. Se organizan bajo las órdenes de Pankhurst, protagonizada por una Meryl Streep que lo mismo te hace de dama de hierro que de líder revolucionaria.

El antihéroe, el verdadero malo de la película, es el inspector Arthur Steed (Brendan Gleeson). La Ley. Uno de los responsables de subir la calidad de la película, tanto por su actuación como por la importancia de su papel. Es lo contrario al patrón de la fábrica (abusador, maleducado y, en resumen, un tipo fácilmente catalogable como repugnante), es una persona educada y respetuosa cuyo único delito es hacer cumplir de manera escrupulosa la ley. Sin él la película no tendría sentido. Volvemos al principio: Sufragistas nos dice que a veces las leyes no son justas y, si no hay otro remedio, hay que incumplirlas porque lo que todo el mundo quiere, dicen, son leyes que nos respeten para que las podamos respetar a ellas. El inspector nos muestra que la explotación, la injusticia, no es solo una cuestión de abusos o excesos, sino que es estructural; aunque el patrón de la fábrica fuera simpático, las mujeres seguirían trabajando más, en peores condiciones y cobrando menos que los hombres.

Dieron todo lo que tenían por los demás. Es una historia de lucha y sacrificio. Perder el trabajo, la familia o la reputación social fueron daños colaterales que estuvieron dispuestas a asumir. El emotivo final, con heroína tapada, la guinda. Es siempre la gente anónima, la que no necesita destacar, la que no busca un cargo o reconocimiento, la que lo da todo. La sal de la tierra. Difícil no emocionarse con el final... E indignarse.

En resumen, Sarah Gavron y Abi Morgan (Emmy al mejor guion por la serie The hour) consiguen una película socialmente necesaria, técnicamente notable y magistralmente emotiva.

Nota: 8/10

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